Cada atardecer nuestro abuelo ponía encima de la mesa de la cocina dos cajas de zapatos. Se sentaba y comenzaba el ritual: abría la primera y sacaba los recordatorios de todas las personas queridas que habían muerto. Era un acto íntimo. Miraba las estampas deteniendose en cada una de ellas como recordando, como rezando, como preguntando, como diciendo, como contando. Nosotras esperábamos a que la cerrara y cuando lo hacía, nos acercabamos y esperábamos a que abriera la segunda para sentarnos a su alrederor. En la segunda caja guardaba el tabaco de liar y el librillo de papel y mientras liaba los cigarros que se fumaría al día siguiente, nos contaba sus cuentos del caserío Txuken y todas las peripecias de los animales que allí vivían o nos llevaba a la mar y nos hacía navegar entre historias de naufragios, sirenas o ballenas.
Nuestra abuela, mientras tanto, preparaba la cena y cuando se retiraba el abuelo para guardar sus cajas, nos contaba el cuento de Filomenita en el que la abuela hacía picadillo con el cuerpo de su nieta y lo ilustraba cortando ella misma -que era nuestra abuela- el perejil y el ajo mientras gesticulaba con el cuchillo en la mano. El tema culinario era su favorito y el cuento de María que sacaba las entrañas a su marido para comérselas antes de enterrarlo, era otro de los cuentos mas solicitados por nosotras. Despues, la cena y a soñar con los angelitos.
¿Es por ésto por lo que me dedico a contar cuentos? No está nada claro. Lo que sí os puedo decir es que soy fumadora, me gusta navegar, en varias singladuras he colaborado con el censo de ballenas (en los dos sentidos: siendo una más en el óceano y haciendo recuento de los cetaceos en cuestión) y me encanta comer y dar de comer. No soy vegetariana.